jueves, 17 de marzo de 2011

Carrousel.

(Basado en fotografías de Christian de Abreu)



"Muchos se amaron antes, ya sé que no inventamos nada"
Prietto viaja al cosmos con Mariano (Cover de Leonard Cohen)

Cuando despertó ya era de noche, fue al baño y se dio cuenta que la plantita se había marchitado, sus hojas marrones y el tallo reposado daban la impresión de que sollozaba en el borde de la bañera, se había quedado dormido una vez mas...




Se dio cuenta que eran las 6:20pm y estaba a punto de anochecer, esa hora en la que no es ni de día ni de noche y la gente parece triste, ¿O era él? Recordó que había quedado en verse con Michel en el carrusel cerca del muelle, bajo el cableado donde los gorriones esperaban la noche y luego escapaban de ella. Se apuró entonces, tomó sus llaves y corrió a la puerta, bajo el umbral le dio una última ojeada a su apartamento, se dio cuenta que las partículas de polvo flotaban en el aire y caían sobre las superficies perezosamente, pensó entonces que el polvo era la manifestación física del paso del tiempo...y que tenía que limpiar.

En el marco derecho de la puerta había una estampita de Jesucristo que Michel había pegado para que le "protegiera de todo mal" cuando no estuviese, aunque en realidad era para molestarlo debido a su agnosticismo, Michel era así, de pequeños detalles que no se sabían si eran benévolos o burlones, pero que se quedaban en el recuerdo como la desgastada estampita en la puerta, y esa mirada, de la estampita, de Michel, esa mirada de los que recuerdan siempre.




Tenían extrañas costumbres, que a menudo servían de burla del uno para el otro, como ese empeño de encontrarse en el carrusel, a pesar de que a Michel le parecieran tristes los carruseles porque pensaba que en ellos el tiempo pasaba más rápido y que cada vez que un niño se montaba en ellos, bajaba siendo mayor, porque así era la infancia decía, escondiendo las ganas de llorar. Así que él, tal vez para evitar que afloraran las lágrimas de Michel, o para burlarse, se montaba en el carrusel y al bajarse daba vueltas en retroceso, y Michel sonreía "Tonto eso sólo le pasa a los niños, la magia sólo ocurre en la infancia, cuando creces es ilusionismo".

El carrusel donde se encontraban no era cualquier carrusel, tenía una particularidad, en su eje tenía dibujados varios niños sin rostro, que a Michel le parecían tristísimos pero que a él se le antojaban macabros, sólo uno tenía rostro, un rostro algo desgastado por el paso del tiempo y del que sólo quedaba la sonrisa, hasta nombre le pusieron a ese niño imaginario y Michel le hizo jurar que no olvidaría el nombre del niño o se quedaría sin rostro como los demás, porque eso le pasaba a los niños de los carruseles cuando los olvidaban, se les borraba el rostro de la tristeza.




Michel siempre lo esperaba, porque él siempre se quedaba dormido, y cuando por fin llegaba, Michel estaba mirando hacia el cableado, contando cuántos gorriones quedaban. Michel le dijo un día que los gorriones se posaban por las tardes en el cableado a esperar que dos personas se consiguieran, pero que cuando caía la noche y alguno no llegaba, se marchaban decepcionados y morían de tristeza cerca del mar, porque los gorriones sentían cuando alguien olvidaba y se echaban a morir por los que se quedaban esperando. Así que Michel siempre contaba los gorriones, esperando no cansarse de esperar, esperando que no le olvidaran nunca, esperando no olvidar nunca.

Llegó apurado al muelle pero era de noche ya, tenía miedo de la mirada de Michel, esa mirada de los niños cuando sus padres olvidan los cumpleaños, o cuando olvidan buscarlos en el colegio, era de noche ya y el muelle estaba solitario, era de noche ya y Michel...Michel no estaba contando gorriones como era usual, miró al cableado y se dio cuenta que no quedaba en él ni un solo gorrión, esperando que llegara, tarde por última vez. Se percató entonces que no había nadie en el carrusel, que estaba detenido y sobre todo se dio cuenta que estaba él solo en ese lugar que era tan de ellos, se acercó al carrusel y buscó el niño, pero no recordó su nombre, y cuando lo encontró estaba allí sin rostro, como todos los demás niños olvidados.

Sintió entonces una profunda tristeza, de esa que sólo sienten las madres cuando uno se va de casa, sintió vergüenza por haber olvidado el nombre del niño y por haber provocado la muerte de un gorrión, se dio cuenta entonces que Michel lo había olvidado, al ver que anochecía y el último gorrión se marchaba, cansado de esperar.

...él era así, siempre quedándose dormido, matando gorriones, olvidando a Michel, sin darle tiempo de despedirse.




lunes, 9 de agosto de 2010

Elías.


"...But in this shirt, I can be you, to be near you for a while"
The Irrepressibles - In this shirt.

Elías llegó en la madrugada, cuando aún dormíamos y nos despertó. Para esa época nos habíamos mudado a Casablanca porque era más seguro y la peste de los recuerdos aún no se había esparcido por allá. Dormíamos juntos Alejandro, Joseph y yo, habíamos desocupado el apartamento de todas las posesiones materiales, dejando sólo lo necesario, comida y ropa, habíamos pintado las paredes de blanco y cubierto todo lo demás en papel bond para evitar traer a nuestra memoria cualquier recuerdo.

La peste de los recuerdos había empezado unos meses atrás y había infectado a gran parte de la humanidad, primero empezaron las desapariciones, la gente salía de su casa y jamás regresaba, las estaciones de policía colapsaron con las denuncias de desapariciones y los hospitales tenían su acceso restringido debido a la cantidad de familiares desesperados que se amontonaban en las entradas buscando a sus seres queridos, luego empezaron a desaparecer algunos objetos de valor sentimental, cartas de amor, discos, libros con dedicatorias en su segunda página, fotografías, y así la población mundial se llenó de miedo, miedo de olvidar o ser olvidado y trató de recordar, recordar siempre, de esta manera, en las farmacias se agotaron los complejos que mejoraban la memoria y en las papelerías habían largas listas de espera para comprar post-its, cuando se agotaron todos los recursos posibles para recordar la gente empezó a convertirse en sus recuerdos, así pues algunos terminaban convertidos en canción, en fotografía, en un beso a escondidas o en la voz de mamá, para siempre.

Elías había llegado con una idea descabellada, había escuchado de una anciana argentina que en La Quiaca, en la Provincia del Jujuy, hace muchos años se había desatado una epidemia similar, que algunos de sus habitantes y pertenencias empezaron a desaparecer, se llamó a emergencia en la zona, su población disminuyó considerablemente, los pobladores notaron con gran asombro que de todos los flamingos que poblaban la zona no había desaparecido ni uno solo, ellos apacibles, comían crustáceos y dormitaban con su cabeza gacha sin desaparecer, así pues los quiaqueños corrieron una tarde de Abril a los humedales donde reposaban los flamingos y empezaron a abrazarlos, a frotarse contra ellos, unos dos mil habitantes podían verse a los lejos fundiéndose con los rosados plumajes de los Phoenicoparrus y nunca más nadie desapareció en La Quiaca. Elías emocionado y siempre dispuesto nos comunicaba que nos marchábamos a Argentina y no había tiempo que perder, para él todo era posible siempre.

Al rayar el alba partimos en su carro gris, llevábamos comida y algo de ropa, las calles estaban en su mayoría desiertas, parecía como si toda la humanidad se hubiese esfumado de una vez por todas, la gente se había resguardado en sus hogares para evitar la metamorfosis en memorias, me pareció curioso pensar que lo que primero había empezado como un intento de no olvidar hubiese desembocado en un olvido a juro y lo mucho que se parecía eso a la muerte, caí en cuenta de por qué se le adjudicaba el adjetivo de "peste", eso era morir. Nos dispusimos con toda la valentía posible a descender hasta el altiplano argentino, serían días de viaje, tratando de no pensar en nada que nos trajera al pasado como pasajero, pero era prácticamente imposible.

Elías se había envuelto en una especie de burka blanca que logramos con unas sábanas, para evitar desconcentrarse con lo poco que quedaba alrededor del camino, parecía él más fuerte que nosotros; los demás tratábamos de cerrar los ojos para evitar las calles tapizadas en hojas secas, los parques desiertos, los atardeceres, el ruido del motor era nuestra única distracción.

Al quinto día se habían agotado las provisiones de comida y apenas íbamos por Perú, nos harían falta unos tres días más de viaje, el hambre amenazaba y la debilidad se había situado dentro del vehículo como una carga. Alejandro que estaba sentado en el puesto detrás de Elías, víctima del sueño y del cansancio, fijó su atención en el manto blanco que cubría al piloto y como sus bordes jugaban con el aire que se colaba por la ventana, recordó entonces el último vestido que había hecho con sus propias manos y habíamos quemado en el afán de no recordar, sintió como un nudo se formaba en su garganta y la nostalgia se esparcía por todo su cuerpo. Me había quedado dormido cuando pasábamos el Cuzco, desperté ya casi saliendo del Perú, cuando caía la noche del quinto día, delante de mí Joseph luchaba con el sueño, Elías trataba de mantenerlo despierto dándole palmadas en el hombro de vez en cuando, busqué a Alejandro a mi mano izquierda pero no lo encontré, en su lugar se encontraba un vestido blanco, tan blanco que parecía brillar como si tuviese miles de brillantes incrustados en su tela, era el vestido más hermoso que había visto en mucho tiempo, traté de no llorar, o al menos de no hacer ruido, ni siquiera me atrevía tocar el vestido que ocupaba el lugar que hace algunas horas era Alejandro y su cabello cano, pero no pude contener un sollozo, Joseph volteó y al notar mi acompañante, el vestido, comprendió; con su mirada serena y conteniendo el llanto, abrió la ventana y me dijo:

-Tienes que botarlo.

Me quedé paralizado y Joseph insistió.

-Ahora es sólo un recuerdo y si lo dejas ahí pronto tú serás otro, debes botarlo, él estará bien.

Dejamos a Alejandro en la frontera entre Perú y Bolivia, mientras veíamos por el vidrio trasero como nos alejábamos de él, mientras danzaba movido por el viento sobre la carretera. Al sexto día teníamos sobreentendido que no debíamos mencionar a Ale por precaución, pero no podía evitar quitarme esa imagen del vestido despidiéndose de nosotros desde la carretera y como su blanquísima tela iba formando un punto en la lejanía, no sé por qué pero lo asocié con el final de À bout de souffle, en el que Jean Paul Belmondo se aleja corriendo malherido con una camisa blanca mientras Jean Seberg lo sigue, tratando de alcanzarlo con esa mirada triste y fría a la vez, rememoré una y otra vez la escena, Belmondo corriendo, Seberg corriendo, Belmondo cayendo, Seberg mirando a la cámara, sus dedos sobre su boca, Belmondo ha muerto, Qu'est-ce que c'est dégueulasse? FINE...y me convertí en película.

Cuando me convertí en película me di cuenta que no habíamos muerto, que seguía dentro del carro, que Alejandro seguía a mi lado, que ambos acompañábamos a Joseph y Elías porque por mucho que tratáramos ellos nos seguían recordando, me dí cuenta que nunca se olvida del todo, que existen lagunas, espacios prioritarios, días que pasan, pero que ahora en el plano de los recuerdos rotábamos de espacio en espacio esperando por alguien que nos llamara a su memoria y nos cediera un espacito, y eso era hermoso. Me dí cuenta que ya bajábamos por Bolivia, que finalizaba sexto día y que Joseph de vez en cuando lloraba en silencio para no entristecer a Elías, esa noche se estacionaron a un lado del camino y durmieron, mientras Ale y yo, ahora recuerdos, cuidábamos su sueño.

Al amanecer del séptimo día Joseph despertó emocionado, faltaba poco ya para llegar a La Quiaca, para abrazar a los flamingos y para que todo terminara, despertó a Elías y retomaron el camino. A las once de la mañana el sol empezó a amenazar con el mediodía, el ruido del motor parecía un dragón encerrado en el capó y la ansiedad por llegar no ayudaba a los ánimos. El motor bramaba y Joseph desesperaba poco a poco, trató de hacer caso omiso pero el ruido se colaba por sus oídos, poco a poco el ruido se fue transformando en zumbido, el zumbido en música y Joseph recordó una canción que solía cantarle a Elías, en los tiempos cuando recordar no era una pena, una canción que hablaba de Flamingos, del mar abierto, un millón de velas y la calma, la calma, la calma, tu eres mi calma, tu eres mi calma, tu eres mi calma, tu eres mi calma...y como esas voces que acompañaban al coro, Joseph se transformó en canción.

Ahora estamos los tres en el asiento trasero del carro gris de Elías, esperando que llegue a La Quiaca y abrace a tres flamingos rosados, esperando que dejemos de ser recuerdos, que nos venga a buscar, que nos salve...por favor no tardes mucho.

domingo, 18 de julio de 2010

Moisés.



Él había regresado a casa, apareció solo, un día tocó la puerta, su madre le abrió y allí estaba él con una maleta gigante llena de cartas que nunca envió porque se le había olvidado. La madre, esperándolo siempre, al verlo se echó a llorar sobre su pecho. Al final del sajuan estaba Moisés mirándolo.

La amnesia aún le afectaba, había cosas que permanecían borrosas en su memoria y otras que había olvidado por completo. La familia se dio entonces a la labor de refrescarle la memoria con vivencias, anécdotas y fotos. Días después parecía recordar todo el pasado hasta el momento en que se marchó, los seis años que permaneció ausente parecían haberse borrado por completo de su memoria. Acudieron los tíos, abuelos, primos, primos segundos y terceros a la casa, para saber que había sido del aparecido y convirtiose entonces en el centro de atención, los vecinos murmuraban y hacían hipótesis de su paradero durante los seis largos años, fingían buscar algo en la casa para poder ver al menos como había envejecido, se asomaban por las ventanas y los más valientes pedían permiso para visitarlo y comprobar si se acordaba de ellos. Moisés desde un rincón miraba callado al, ahora extraño, hermano y su procesión de visitantes.

Hablaba poco, se limitaba a contestar ciertas preguntas, eso cuando no se quedaba detallando alguna foto, el rostro de alguien, la vajilla en la que le servían café, todo parecía nuevo para el viajante, era como un niño reconociendo los objetos que se le presentan ante sus ojos. Por otra parte, muchas cosas parecían molestarle con facilidad, mostrándose muchas veces hostil con quienes le iban a visitar y con su familia, era preferible verlo y callar, incluso los gestos excesivos de cariño parecían un peso para él, dando como única explicación ante dicha renuencia "Ya no". Moisés desde su esquina escribía frases en la pared:

"Mi hermano no recuerda"
"Mi hermano allí sentado me mira"
"Mi hermano no me reconoce"
"A mi hermano no le gustan los abrazos"
"Mi hermano aún no recuerda cuando dormíamos juntos"
"Todo el mundo quiere a mi hermano"
"Mi hermano mayor ahora parece un niño pero tiene la mirada de un anciano"

Tomó fuerzas Moisés una tarde y se acercó a él, trató de abrazarlo y el recién llegado hermano se dejó abrazar con cierta indiferencia, al poco tiempo se cansó y movió su hombro para que se retirara. Moisés lo tomó del brazo y lo llevó a pasear. Moisés era un muchacho de muchas preguntas y hablar rápido, su hermano se limitaba a responder afirmativa o negativamente, haciendo ciertas excepciones con respuestas cortas. El hermano mayor estaba cansado y se sentó en un banco, Moisés lo acompañó, recostó su cabeza en su hombro, el otro sentía el peso de la cabeza de su hermano con cierta incomodidad, que se acentuó cuando Moisés le dijo:

"Duré seis años sin tener un hermano, se me había olvidado como era y me devolvieron un desconocido. Tú no eres mi hermano"

Para el extraño era curioso ver como Moisés había crecido, lo recordaba siendo un niño que jugaba con las ollas de la casa y balbuceaba tratando de cantar las canciones que su hermano mayor le enseñaba, tenía ahora quince años y su cuerpo se empezaba a debatir entre la niñez y la adultez, esa molestia llamada pubertad. El hermano mayor veía como se dibujaba entonces la personalidad de su hermano, su ideología, sus complejos, sus gustos, y todo esto era muy ajeno para él. No se lo había dicho en su momento pero él tampoco lo reconocía como hermano, para él Moisés tenía nueve años, no quince, nueve años y una admiración desmedida por su hermano mayor, admiración que ahora ocupaba Orson, un amigo de Moisés que tocaba el violín. Orson tenía la misma edad que el aparecido hermano mayor, una sonrisa amplia, era muy delgado, con unos dedos larguísimos, y le estaba enseñando a tocar el violín a Moises, era pues Orson la persona elegida por Moisés para llenar la vacante de su hermano mayor durante los seis años que duró ausente.

Moisés salía todas las tardes diciendo que iba a casa de Orson, se despedía de su hermano que yacía perdido en el sofá de la sala, y regresaba en la noche con una bolsa en las manos, levantaba su colchón y guardaba el contenido de la bolsa debajo. Esto llenaba de curiosidad al recién llegado pero respetaba la privacidad de su hermano menor pensando "Es su mundo, son sus cosas".

Una noche Moisés no llegó a la hora que solía llegar, el extranjero le preguntó a su madre y esta le respondió que era el cumpleaños de Orson y Moisés llegaría más tarde. Sintió algo en su corazón, algo que desde hace seis años no sentía, algo que no se habían encargado de recordarle, sintió celos, celos de Orson y del lugar que ocupaba en la vida de su hermano. Se dirigió corriendo a la cama de Moisés, levantó el colchón y encontró fotos, muchas fotos, fotos que archivaban los seis años que Moisés había estado sin él, fotos con sus amigos, cartas de sus novias, envoltorios de caramelos y chocolates, cordones de zapatos, partituras de violín, algunas páginas de la biografía de Paganini, donde hablaba del enano que lo acompañaba, se dio cuenta entonces que durante los seis años que había durado ausente su hermano había...crecido.

Esa noche Moisés llegó tarde y en la oscuridad de su habitación divisó a su hermano acostado en su cama, con mucho cuidado se acostó a su lado y lo abrazó, y se acostó a dormir feliz de pasar una noche durmiendo como en los viejos tiempos con aquél que le leía Peter Pan para dormir.

A la mañana siguiente Moisés despertó y su hermano mayor ya no estaba junto a él, sintió que una mano invisible le oprimía el corazón, sintió miedo, saltó de su cama, fue al cuarto de su hermano pero no estaba allí, tampoco estaba en el de sus padres, lo buscó en la sala, en el patio trasero, el jardín, nada; regresó a su cuarto, buscó bajo su colchón, no estaban ninguna de las cosas que guardaba celosamente, corrió nuevamente al cuarto de su hermano y notó que tampoco estaba su maleta, su hermano se había marchado nuevamente, pero esta vez con todos los recuerdos de su hermano, los seis años de Moisés se habían ido dentro de la maleta para viajar siempre con él.

Lo buscaron por todo el pueblo y en los pueblos cercanos pero fue en vano, se había marchado como la primera vez, sigiloso y sin dejar rastro. Esa noche Moisés encontró escrito en la pared, junto a lo que él había escrito:

"Soy tu hermano. Me llevo tus recuerdos, a mí me hacen más falta que a ti"


***


Nota del autor: No tengo amnesia, pero a veces siento como si la tuviera. Hace seis años me fui de casa, regresé con ciertas intermitencias y durante esos seis años no me di cuenta como mi hermano iba creciendo. Durante este viaje entendí que ya es un hombrecito y no estuve aquí para responder ciertas preguntas o ayudarle en ciertas cosas que para él podían parecer imposibles o desconocidas. Ayer vi algunas fotos en su facebook, me llené de alegría y emoción ver como su mundo se forma ante sus ojos, descubre cosas nuevas y forja amistades, luego lloré al darme cuenta que tenemos mucho tiempo perdido, sin embargo, soy feliz de saber que él mismo le ha dado sentido al pequeño y asfixiante mundo que implica este pueblo, como yo lo hice cuando tenía su edad, yo tampoco tuve un hermano mayor...como él.

Te amo, Moisés.



jueves, 8 de julio de 2010

Aurora.

La última noche nos quedamos en un hotel, ella quería un lugar con el cual no tuviera apegos sentimentales, ella era así.

Cuando entramos a la habitación, que era tenebrosamente blanca, abrió sus brazos y dijo:

"Aquí nadie nos va a extrañar"

Volteó su cabeza sobre uno de sus hombros y corrigió:

"Nadie me va a extrañar"

Ella era así, y yo la quería así, y creo que nunca se lo dije...mejor así.

Dos botellas de vino y una caja de cigarros después se levantó apurada, sacó toda su ropa de la maleta gigante que tenía, para acomodarla de nuevo. Contaba sus medias, desdoblaba y doblaba su ropa interior, acomodaba las blusas, pantalones y faldas de acuerdo a como se los combinaría, y parecía divertirse mucho. Yo mirándola entre las copas le repetía que era una loca. Esa noche me explicó la metodología del eterno viajante y los pasos a seguir para el que se queda, haciendo énfasis en este último:

1-Preferiblemente no acompañar al que se va al aeropuerto, estación, puerto y/o afines.
2-No escribirle una carta, y en caso de hacerlo, que se limite a una frase.
3-Jamás decir "Hasta pronto", "Hasta luego", "Nos vemos", "Vuelve pronto", con un "Adiós" bastaría, una despedida sin promesas ni jugueteos con el tiempo futuro.
4-Guardarle algo a escondidas en la maleta al que se va, como para asegurarse que cuando llegue a su destino al menos ocupe cinco minutos en recordar.
5-En caso de acompañar al que se va al aeropuerto, estación, puerto y/o afines, nunca nunca nunca, quedarse viendo como se aleja. Despedida, media vuelta y marcharse sin mirar atrás, sin volver la mirada, jamás jamás JAMÁS (Gritó) volver la mirada.

Y concluyó: "Porque el que se marcha nunca te estará mirando, estará buscando su pasaje en los bolsillos".

Sus ojos fijos sobre los míos, ella con esa mirada de quien observa a los que duermen esperando a que despierten y yo con mi mirada de recién levantado. Le dije:

"Llevas demasiadas medias"

"Me da demasiado frío en los pies" - contestó.

"Me da demasiado frío dormir contigo" - agregué.

"Ven conmigo" - propuso con esa seguridad tan de ella, con ese hacer lo que le plazca, y yo simplemente no contesté, ella prefería así, cuando yo dejaba las conversaciones inconclusas, y yo estaba ahí para complacerla.

Nos acostamos hablando de su viaje mientras manchábamos las sábanas con vino, repetía una y otra vez que su vuelo salía a las 10am, que tenía que estar en el aeropuerto a más tardar las 8, que se despertaría a las 6 porque ella tardaba demasiado para estar lista pero que yo podía dormir un ratito más. Se durmió, acerqué mis labios a los suyos y me limité a rozarlos, sin profanarlos con ese molesto beso que se da a los que duermen. Le conté mi plan maestro, me iría con ella, en el camino llamaría al aeropuerto llamaría al trabajo, haciendo uso de mi mejor excusa, renunciaría, acordaría enviar la renuncia por correo, compraría un pasaje en su mismo vuelo y llegaríamos juntos a Barcelona, compraría ropa nueva y la vieja ropa la arrojaría al mar en La Barceloneta, por lo de los apegos. Me dormí.

Cuando desperté a las 7am ella ya no estaba. La busqué en el baño, bajé al lobby del hotel, en recepción me dijeron que la señorita se había marchado a las 5am, subí a la habitación y encontré la polaroid que nos habíamos tomado la noche anterior en mi bolso. Tomé un taxi al aeropuerto y en el camino noté que había una nota en el bolsillo derecho de mi chaqueta.

"Jamás le cuentes tus planes a quien duerme" 08 de Julio.

Llegué al aeropuerto a las 9am, aún tenía una hora para alcanzarla e irme con ella a Barcelona y arrojar mis ropas viejas con todos mis temores y mis mañas al mar. Pregunté en la aerolínea, aún se chequeaban los pasajeros del vuelo pero ella no estaba, el operador me dijo que la señorita por la que yo preguntaba había cambiado su vuelo por el de las 9am a Helsinki, el cual ya estaba abordando. Corrí con todas mis fuerzas al pasillo que da al área de embarque hasta que me detuvo el vidrio, al otro lado estaba ella, rodando su maleta con su mano derecha y en la izquierda sus lentes de sol. No la llamé, no me acerqué al vidrio siquiera, no hice el menor intento por detenerla, sólo la vi alejarse, como llegaba al área de inmigración, se colocaba sus lentes y buscaba su pasaje en el bolsillo...jamás volteó a verme.

domingo, 9 de mayo de 2010

Ícaro.


Ella lo acompañó hasta el terminal, le ayudó a cargar ese morral cargado de cassettes, pilas alkalinas, un kilométrico y el viejo walkman. Él se iba huyendo del pueblo porque era un pueblo tan pequeño, pero tan pequeño que a la gente le faltaba el oxígeno y vivía asfixiada, por lo que sus habitantes solían irse a la montaña más alta y guardar un poco de aire en botellitas de plástico. Él huía del pueblo, buscando aire.

Así pues se fue a la gran ciudad, con la esperanza de regresar algún día por ella, y ella se quedó en su casa sentada viendo las fotos de cuando él era apenas un niño, paralizada en el recuerdo de acostarlo mientras le contaba historias de un lugar lejano con mucho aire fresco, hablaba ella de una isla en algún lugar donde él le contaría historias para dormir, donde no había enfermedades, ni distancias y la gente vivía por siempre junta.

Cuando él llegó a la ciudad donde la gente no daba los buenos días se dio cuenta que el aire allá estaba cargado por la melancolía, que a la gente muchas veces le costaba sonreír y que después de las seis de la tarde se encerraban en sus casas para ahorrar el poco oxígeno puro que les quedaba. Así pues, él lograba reunir cada cierto tiempo un poquito de aire, cuando lograba hacer sonreír a los citadinos y se lo enviaba a ella para mantenerla viva, con la esperanza de un día escapar a esa isla de la que hablaban cuando aún sonreían juntos. Y se mandaban cartas que siempre terminaban con un postdata de "No olvides sonreír nunca, nunca. Y nunca te olvides de mí".

Yo guardo esas cartas y soy el único testigo de esa espera. Él desesperado por buscar el oxígeno vital para su madre, se hizo unas alas de papel y parte por las noches a buscarlo en algún planeta del sistema solar. Ella todas las noches hace avioncitos de papel y los lanza al cielo, dentro de ellos le escribe "No te acerques mucho al sol Ícaro. No olvides sonreír nunca, nunca". Y así ella espera paciente todas las noches mirando al cielo, tratando de buscarlo, con la mano en su corazón, y él busca su isla, busca su isla, busca su isla, busca...

miércoles, 9 de diciembre de 2009

El 10.


Hace mucho mucho tiempo estaban los números primarios en la villa númerica, estrecho lugar donde vivían, estaban bajo el mando del Dios de la Unidad que era un dios amargado y solitario, por lo tanto tenían terminantemente prohibido salir de las respectivas casillas del cuaderno cuadriculado de matemáticas donde vivían.

Se encontraba pues el número Cero en su casilla que era la primera en la hilera de casillas, a pesar de que el Dios de la Unidad les había prohibido asomarse por las ventanas, el Cero que era rebelde y se sentía solo, siempre había querido dar un paseo por la villa cuadriculada. Aprovechó pues un día que el Dios dormía y saltó hacia la casilla contigua, se hizo como pudo un espacio y saludó al número residente, se posicionó delante de él y le saludó:

-Buenas Tardes –dijo el Cero- ¿Quién eres?

El Uno, que dormía casi siempre, bostezó y respondió:

-Soy el uno. ¿Qué haces aquí? El Dios de la Unidad puede despertar en cualquier momento.

-No importa –agregó el Cero- no soporto más estar encerrado, cada vez estoy más flaco de tanto encierro.

El Uno sonrió sarcásticamente:

-Jah! Mírame a mí, soy el Uno, soy un palito, un raquítico y solitario palito, ya ni fuerzas tengo, he de tener anemia, por eso duermo todo el tiempo.

El Cero sintió pena por el Uno, sintió que no era el único que se sentía solo y estaba harto de las casillas. Recordó entonces que antes del Dios de la Unidad reinaba en la villa en Dios de la Adición, que era un dios bondadoso y siempre daba fiestas, hasta que una noche después de haber tomado mucho vino de la multiplicación aprovecho el envidioso Dios de la Unidad y lo lanzó al Lago de los Borradores, donde naufragó en un blanco mar el una vez alegre Dios de la Adición.

Dijo el Cero:

-Ya sé!! Si nos unimos tal vez podemos hacer regresar al Dios de la Adición!!!

Y le pidió al Uno que se enderezara y se pusiera bien erguido a su izquierda. Pero después de un rato el cero se dio cuenta que el uno seguía siendo el uno, de hecho ahora eran el cero uno, el uno se puso a llorar, y antes de que su llanto despertara al Dios Unidad, el cero saltó a la siguiente casilla.

Se consiguió allí al número dos que eran unas hermanas siamesas, un poco antipáticas. Aquellas de mala gana le preguntaron qué hacía allí y le reclamaron al cero que por su culpa las castigarían. El cero les explicó todo y les propuso hacer la misma prueba que hizo con el número uno:

-No!!!! - Respondieron las siamesas – Seguro eso debe doler porque el uno está llorando.

El cero insistió e insistió hasta que las siamesas que conformaban el número dos aceptaron de mala gana y dejando en claro que fuese lo más breve posible. Se posicionó entonces el cero delante del dos y nada, ahora eran el cero dos, las siamesas se burlaron y se rieron del cero, diciéndole que era un soñador y luego lo corrieron de su casilla alegando que les traería problemas. Saltó el cero a la casilla del número Tres.

El Tres era un señor robusto, era ruso, sufría de cosquillas y siempre estaba ebrio de tanto vodka, pronunciaba muy fuerte las erres:

-¿Qué quierrres? – Dijo el Tres.

El cero le explicó lo que le había pasado con el uno y con el dos y le pidió lo mismo, posicionarse delante de él para ver qué pasaba. El Tres aceptó a regañadientes pero cuando el cero se colocó, el Tres que era muy cosquilloso empezó a reírse:

-TRA TRA TRA TRA TRA TRA TRA TRA TRA TRA!!!!!!! – Se carcajeaba el Tres.

Y así el cero saltó a la próxima casilla, y a la próxima, y a la próxima, sólo para darse cuenta que sus esfuerzos eran fútiles, que cada vez que se posicionaba delante de un número, el otro seguía conservando su mismo valor. Además que los demás números no ayudaban y tenían personalidades o características muy difíciles que complicaban la labor aditiva del cero:

El cuatro era mocho, le hacía falta una de sus paticas, la había perdido en la Guerra de las Divisiones.
El Cinco practicaba la equitación y no se bajaba nunca de su caballo.
El Seis se enrollaba siempre con su colita y siempre iba a parar al suelo.
El Siete era muy orgulloso porque decía que era el número de la suerte.
El Ocho era autista, siempre estaba perdido en sí mismo.
Y el nueve que era el hermano gemelo del Seis tenía problemas de personalidad y no sabía distinguir entre su hermano y él mismo, tenía un espejo en el que se miraba y se preguntaba a sí mismo si era el Nueve o el Seis.

Recordó entonces el Cero que cada vez que el cruel Dios de la Unidad lo regañaba le decía que él no valía nada, que era el número sin valor y lamentó su valoración que era nula, se sintió un número vacío. Entre tanta alharaca armada por todos los números y la confusión que les causó el Cero, se empezó a despertar el Dios de la Unidad, estaba de mal humor y gruñía, el Cero dio vueltas y vueltas lo más rápido que pudo y el Dios Unidad gritó:

-POR TODOS LOS MÚLTIPLOS!!! ¿QUÉ ESTÁ PASANDO AQUÍ? ¿A QUÉ SE DEBE TANTA GRITERÍA?

El Cero que no alcanzó a llegar a su casilla saltó a la primera que pudo, la casilla del Uno, quedando situado detrás de él. Cuando el Dios de la Unidad se asomó y vio que la casilla del Cero estaba vacía, se puso furioso, lanzando todo tipo de improperios matemáticos. Se asomó a la casilla del Uno donde estaban ambos números pero entonces hizo un gesto de terror el Dios de la Unidad, se tapaba los ojos que destilaban pánico y daba gritos de dolor. El Uno y el Cero que no entendían nada se miraron a los ojos desconcertados, los demás números se asomaban en sus casillas, confundidos por igual.

El Cero se dio cuenta en ese momento que estaba situado después del Uno, recordó las buenas épocas cuando regía el Dios de la Adición que le decía:

-Eres un número con mucho valor, siempre y cuando sepas dónde estás parado, donde y al lado de quien.

Se dio cuenta el Cero que ahora el Uno y él formaban el número DIEZ, que habían logrado el principio de adición, que ya no estaban solos, ni tenían por qué estarlo, ni él ni los demás números. El Dios de la Unidad se retorcía y se alejaba cada vez más dando tropezones hasta que sin darse cuenta cayó en el Lago de los Borradores desapareciendo para siempre. En este momento se desdibujaron las casillas, los números fueron libres, saltaban y cantaban las tablas de multiplicar, el Cero siempre tomando de la mano al Uno.

Apareció en la orilla del Lago de Borradores el Dios de la Adición, con una sonrisa muy amplia y abrazó a todos sus números, les recordó que podían estar los unos con los otros, proclamó una fiesta y le agradeció al Cero por haber sido tan valiente y haberse unido al Uno formando el DIEZ.

Como premio el Dios de la Adición le dio al DIEZ la propiedad ser la base del sistema decimal, les dijo que en un futuro Pitágoras concebiría el DIEZ como muestra de perfección y lo relacionaría con el Ser Supremo, que sería considerado un número completo por contener la cantidad totalitaria de los números primarios (Diez eran ellos), que en la kabbalah tendrían la propiedad de totalidad, que en los deportes tendrían la propiedad de buena suerte, que en los futuros juegos de cartas las reinas y los reyes tendrían el valor de DIEZ, que sería la puntuación máxima en competencias y evaluaciones, que serían considerados un máximo, siempre y cuando no se separaran.

El Cero le apretó la mano al Uno, muy fuerte, más fuerte que nunca.

FIN

(Foto por Kathy Boos. Cedida gentilmente mediante las bondades del Facebook)

miércoles, 19 de agosto de 2009

Extraños en la noche.


Hoy en el metro camino a mi casa, me pasó una de esas cosas hermosas que acontecen diariamente en Caracas, pero que lamentablemente estamos tan ocupados para darnos cuenta.
Estaba yo sentado escuchando música en el ipod, cuando noto que frente a mi hay un señor, unos treinta años debería tener, vestido en pobreza, maquillado por la mugre y el cansancio, gordo rechoncho, por su forma de vestir se podía entrever que trabajaba para la compañía de aseo público, llevaba él una franela roja y rota, unos pantalones y zapatos sucios cargados con la dureza de aquél que trabaja día a día, de esos que se les nota la pesadez del trabajo duro, y una gorra que imagino lo protegió del yugo inclemente del sol durante el día.
Tenía el señor en las manos un juguete cuyo nombre no recuerdo pero llegué a tener en mi ingrata infancia (porque la infancia es ingrata señores), era una especie de reloj blanco y grande, con una palanca morada a la derecha, la cual, al halarse daba vueltas a la manecilla gigante que tenía en frente, alrededor de la manecilla habían imágenes de películas Disney y en la casilla donde se detuviera sonaba un diálogo de la respectiva película, algo así era, ese el el vago recuerdo que tengo del juguete (Mattel creo).
La cuestión es que la cara, la emoción, el placer, la sonrisa del señor cada vez que halaba dicha manecilla, no la puedo describir con palabras, eso es literalmente imposible, eran sus ojos abriéndose cada vez que sonaba, la pequeñez de su manos tocando el juguete como aquel hombre que sueña que toca a la mujer amada, la dedicación de acercar a sus oídos el reloj para escuchar mejor lo que cantaba la bocina. Estaba el reloj sucio y se le notaban los años y los niños que habían jugado con él, se le notaba que había sido olvidado egoístamente por muchos niños, y reemplazado por otros juguetes más nuevos.
Imaginé entonces que el señor tenía un hijo pequeño, un niño con juguetes rotos y a medias, con juguetes tristes e incompletos, imaginé que el señor lo había encontrado entre la basura de alguna casa donde todos los niños crecieron, donde ya no quedaban niños, donde ya no habían risas por los pasillos, ni caramelos bajo las almohadas, imaginé entonces un niño feliz con su papá feliz, sin importar que el juguete estuviera sucio o viejo, imaginé un juguete sonriente por conseguir una últimas sonrisas de algún niño que le iba a querer nuevamente, antes de que caducara su batería.
Recordé a mis primos sin juguetes, recuerdo lo felices que eran al ir a jugar de vez en cuando en mi casa, asombrarse con la cantidad de juguetes y artilugios que tenía, decir que ellos no tenían esas cosas, recuerdo que pensaba con gran asombro por qué mis primos no tenían juguetes, eran ellos unos niños de buena familia, que crecieron con todas las comodidades pero en casa de sus abuelos, sus madres se habían ido a vivir con sus nuevos esposos y los habían dejado a cargo de sus abuelos, dichos abuelos en un régimen casi militar consideraban descartable la presencia de un juguete en casa y yo sentía pena por ellos, recordé también las muchas veces que dejé de jugar por ver televisión (esa eterna enemiga de los juguetes), recordé que de pequeño yo prefería leer mientras dejaba que mis primos disfrutaran de las bondades de mi cuarto repleto de juguetes.
Ahora ya no tengo un cuarto de juguetes, sin embargo, tengo algunos que me acompañan y que a veces olvido (como cuando era niño), yo crecí (por mucho que diariamente me propongo no hacerlo), mis primos crecieron (inevitablemente, estaban destinados a crecer), siguen sin tener juguetes ellos, ahora en cambio sus hijos tienen miles, hace poco los visité y sentí alivio de que ellos si pudieran disfrutar lo que sus padres no.
En estos momentos un padre quien sabe en que parte de Caracas debe estar jugando con su hijo y su reloj Disney, mientras tanto yo escribo sobre él, un extraño en la noche, y como, mientras palpaba la felicidad de la infancia recuperada, una infancia que tal vez nunca tuvo, sonaba justamente Strangers in the Night en el ipod, y eso señores para mí es poesía.